jueves, 20 de abril de 2006

Sobre la maldad – Capítulo I: Sobre la religión.


Seguramente seré castigado por publicar las siguientes opiniones, pero no será por lo escrito en ellas, sino por su malentendido, ya que en mí radica un sumo respeto a la práctica de cualquier doctrina (o filosofía) más allá de que, personalmente, no acepte credo alguno.
Comenzaré mis párrafos desde el origen, obviamente sintetizando, simplificando, resumiendo y suprimiendo acontecimientos, justificaciones o faenas de la historia. Arouet afirmó en una asociación libre de palabras y acontecimientos satirizando sus ocurrencias con gracia que (absténgase la susceptibilidad a continuar leyendo) los musulmanes han debido ser por naturaleza, muy sucios, puesto que Dios se ha visto obligado a ordenarles que se laven cinco veces al día. Con esta mención injustificada como epígrafe introductorio continuaré con el tema principal al que me encuentro deseoso de hacer referencia, para ello, comenzaré acotando sobre algunos mandamientos de la Iglesia Católica.
En algún momento de la historia (y no voy a hacer referencia a la interpretación de las habladurías religiosas sobre el “cuándo cómo y dónde”) fue necesario, luego de un prolongado tiempo de reflexión dar a la práctica general determinadas normas, inquebrantables para la cómoda evolución del hombre en comunidad. Para conseguir que estas normas se establecieran como dogmas y se tornaran inexorables para el deseo humano (al cual me gusta aludir continuamente por pecaminoso) fue necesario ratificar (según mis creencias mediante necesarias falsificaciones) que si esto no era cumplido en vida terrenal, se recibiría un castigo eterno aderezado con un sinfín de horrores que impondrían temor sumiso. Ahora bien, aclaré entre paréntesis que estas normativas debieron ser avaladas mediante “necesarias falsificaciones”: Doy como supuesto que a través de la experiencia o de un ávido razonamiento se desveló que el hombre no acataría rigurosamente estas normas si no se encontraba bajo continua observación de la justicia, y de esta manera obtendría una conciencia moral que lo atemorizaba y reprobara despectivamente para así obtener el mayor freno posible a toda injusticia humana. La solución que planteo dictaminada es la invención de un ser omnipresente y omnisciente que intervendría como juez (Todo el que mira a una mujer deseándola, ya cometió adulterio con ella en su corazón y será reo ante el tribunal), dando a conocer su veredicto (castigador) de manera silenciosa a través del devenir del destino. Ahora sí, lo prometido es saldado; No matarás, no cometerás actos impuros, no robarás, no dirás falso testimonio, no codiciaras los bienes ajenos ni a la mujer de tu prójimo. Teniendo en cuenta la mención inicial a las palabras de Arouet, todas estas ordenanzas fueron requeridas a causa de la naturaleza humana, la cual, por origen, es propensa a la codicia, envidia y deseosa de poder. Determino con la última afirmación que los mandamientos no son más que una alegoría cuya función es reprobar el impulso humano.
Releyendo mi prosa, encuentro necesario hacer una aclaración. Jamás afirmaría el origen de Dios como consecuencia de la naturaleza humana, sólo le adjudico a la misma ser la impulsora de crear las normativas para auto-restringirse y/o censurarse los deseos que concluían en la fragmentación de una sociedad. Pero sí le confiero al hombre la creación de toda divinidad (el origen de todo dios), y culpo a la ignorancia como precursora de su creación (recordemos que en su origen las divinidades eran politeístas y fueron creadas por la incapacidad de fundamentar fenómenos naturales). Pero, ¿quién sabe? Cuando Dios juega a los dados con el universo, los arroja donde no puede vérselos.
Ningún dios pedirá a sus fieles que no pequen si no supone de antemano que el pecado está en su condición natural

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