domingo, 9 de julio de 2006

Aquel sueño exquisito


Un ruido destellante iniciaba el contador, cada segmento se balanceaba cual jadeo despechado. Aspiraba, los sesenta dientes de las manecillas se retorcían empujándose consecutivamente. Expiraba, y la manecilla decidía animarse a dar un paso por sobre la ubicuidad del espacio. Era pancronismo puro, el egoísmo reminiscente, en el palpitar de los parpados, dilatándose en el refugio eterno, y pronto, en un sueño que conmueve al silencio.
El mar rojo que resopla en el antitrago, golpeando al yunque con su martillo, acobijado en la concha de la membrana timpánica; y sólo rocas, rocas de cemento, piedras, escombros, paredes, delimitaciones. Nuevamente, cada segmento se balanceaba de aurícula a ventrículo, cava del alma, clavija del momento, alternación de la existencia. Un cuerpo que arrastra su sangre, mar del desierto, desorbitado. Entorna los ojos para angular su brazo, y continúa en el bosque (de fuego y aves).
La resolana cual garúa impredecible, se ocultaba entre los ramajes del hombre, su evolución, su hierro, lleno de unos y ceros. Enmarañado en la constancia del tiempo, un sonido que avanza en cada segmento, un sonido que llega en cada retazo de la dicha sección, una muesca que golpea a otra, treinta ruidos por cada segmento, un silencio por cada momento. Y nuevamente el destello, sonido insomne del retardo eterno, prolonga el sueño, en un ilusorio de condensación, disfraz atemporal del tiempo omitido en el campo del vecino.

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